12 de septiembre de 2020. romance del convite
—A una boda he de asistir, —Mariana, este domingo.
Disculpa si llego tarde, —para el almuerzo contigo.
—No os disculpéis, Don Alonso, —que será tiempo perdido,
sobre todo si atendemos —a lo que a seguir os digo:
Esa boda, caballero, —tuviera que ser conmigo
en vez de ser con la furcia —que ha tomado el puesto mío.
—Os equivocáis, señora, —en esto erráis el tiro,
no soy yo el que se casa; —sino un hermano mío.
No quiso ella creerlo —sordos hizo sus oídos,
y sin pararse a pensarlo —le preparó su castigo.
Díjole con voz melosa —que hasta engañara al más fino,
al más astuto y despierto, —incluso al más precavido,
las traicioneras palabras —que a continuación escribo:
—Acercaos, Don Alonso, —tomad asiento conmigo
en este escabel aquí al lado —cual aposta aquí traído
para que ponga en efecto —lo que he tramado y urdido;
lo fabricara mi padre—pensando en mi marido.
Se sentara Don Alonso, —dócil y desprevenido,
y en oyéndola hablar —presto se quedó dormido.
Mariana, como traidora, —se fue a su jardín florido
a buscar los ingredientes —de un mortífero filtro
que le daría a beber —no más del sueño salido.
Tres onzas de solimán, —cuatro de acero molido,
la sangre de tres culebras, —la piel de un lagarto vivo,
y la espinilla de un sapo, —se lo echó todo en el vino.
Aprendiera la receta —en un viejo pergamino
que la bruja de la aldea —empleaba en sus hechizos,
Cuando el mozo despertó —con dulzura ella le dijo:
—Bebe vino, Don Alonso; —Don Alonso, bebe vino,
verás que te reconforta —y que te sienta divino.
Desconfiado el mancebo —quiso él ser el más listo,
de modo que le respondió —puesto en recelo y aviso:
—Bebe primero, Mariana, —tal como está prescrito
en el nuevo reglamento —recientemente cocido,
que a vuestro sexo prefiere —el sexo débil antiguo.
Mariana, discretamente, —por el pecho lo ha vertido;
Don Alonso, como joven, —todo el vino se ha bebido
cuyos efectos muy pronto —en todo el cuerpo ha sentido:
se le cayeron los dientes —y el vello le ha nacido
donde antes no lo tuviera —que era barbilampiño;
se estremecieron sus miembros —le dio el baile de san Vito
y otros males diversos —que por ser breve aquí omito.
Fue la fuerza del veneno, —la de aquel filtro maligno.
— ¿Qué sucede, Mariana; —qué has echado en el vino?
—le pregunta tembloroso —casi perdido el sentido.
Y sin hacerse esperar —se recrea ella en lo que hizo:
—Tres onzas de solimán, —cuatro de acero molido,
la sangre de tres culebras, —la piel de un lagarto vivo,
y la espinilla de un sapo, —te darán tu merecido.
Casi sin fuerzas y exhausto —se muestra el joven contrito:
—Dame un contraveneno, —Mariana, por Dios te lo pido,
que te conmuevan mis ruegos, — he de casarme contigo,
seré tu esclavo, lo juro, —qué me muera si lo olvido.
—No puede ser, Don Alonso, —tarde piache, mi amigo,
Haberlo pensado antes —más te hubiera convenido;
ya no se puede hacer nada —todo es inútil, querido,
el veneno que te he dado —te ha destrozado el hígado,
la víscera que depura —de la gente el —organismo.
Dando ya las boqueadas —exhalando el final suspiro,
acierta a decir el joven —este postrero despido:
—Adiós, esposa del alma, —quedas viuda y sin marido:
padres que me engendrasteis, —presto la espicha vuestro hijo.
Cuando salí esta mañana, —cabalgando mi rocino,
ora voy al cementerio —en una caja de pino.