2 de abril de 2021, Jesús muere en la cruz
Salidos pues con la suya, —aquella turba insensata,
llevar a Jesús al monte —donde a los reos mataban
era lo que convenía —antes que el día acabara;
lo sacaron a la calle —y con la cruz lo cargaran
en que iban a clavarlo —para que en ella expirara.
Y yendo ya por la Vía —que Crucis luego llamaran
aconteció que Jesús —después de aquella jornada
de sufrimientos y golpes —en que tan mal lo trataran,
estaba hecho unos zorros —y las fuerzas le faltaban
por lo cual tras unos pasos —cayó al suelo de lascas
y se manchó que no digas —del polvo que lo llenaba
que se mezcló con la sangre —del todo aún no secada,
de modo que la Verónica —que al cortejo acompañaba
al verlo así ensangrentado —sintió por él honda lástima
y acercándose a él —le enjugó toda la cara
que por milagro quedó —en aquel lienzo grabada
y se venera hoy en día —en una iglesia apartada.
Cayó Jesús otra vez, —que el peso no soportaba,
de modo que los sayones —que a la muerte lo llevaban,
viendo a un Simón de Cirene —que de sus campos llegaba,
lo cargaron con la cruz —para ayudarlo a llevarla.
Y lo seguía la gente —y mujeres que lloraban
al verlo así lacerado —y hecho una piltrafa,
Les podía la piedad —y por él se lamentaban.
Pero Jesús les decía, —vuelta hacia ellas la cara:
—Hijas de Jerusalén, —ved de ahorrar vuestras lágrimas
y ya por mí no lloréis, —sino por las vuestras almas
y los hijos que tengáis —si la suerte os acompaña.
Porque un día se dirá —fueron bienaventuradas
las estériles y secas —que nunca prole criaran
y aquelos vientres que secos —sin concebir se quedaran,
y aqullos pechos que nunca —a un pequeño amamantaran.
Empezarán a decir —a los montes y montañas:
caed sobre nosotros, —cubridnos con vuestra lava.
Porque si en el árbol verde —se hace lo que aquí pasa,
¿qué no se hará en el seco —la hora una vez llegada?
A otros dos malhechores —también con ellos llevaban
para acabar con sus vidas —de aquella muerte macabra
ser colgados de una cruz —hasta que el alma entregaran.
Llegaron al monte Gólgota —que en las afueras se hallaba
de aquella ciudad inicua, —bien cerca de las murallas
que como era la regla —el recinto circundaba.
Lugar de la Calavera, —aquel monte se llamaba.
Lo tendieron en el suelo —sobre la cruz preparada
y lo clavaron en ella —con clavos de punta ancha
para que más padeciera —y de dolor se quejara,
y a los dos malhechores, —que a su lado colgaran,
a la derecha uno de ellos —el otro a la contraria.
Y ya clavado en la cruz —Jesús decía estas palabras:
—Perdona, Padre, sus hechos, —pues los ciega la ignorancia.
Y los soldados que al pie —aquella escena contemplaban,
se repartieron la ropa —que el condenado llevaba,
jugándosela a los dados —al que más puntos sacaba.
Y el pueblo estaba mirando —y no osaba decir nada,
mientras que los gobernantes —de aquel Jesús se burlaban
diciéndole con escarnio —y ajenos a cualquier lástima:
—Puesto que a otros salvó, —¿por qué ahora no se salva?
Si es el Cristo que dice —y el que Yahvé anunciara
todo le fuera posible —y el tormento se ahorrara.
Y los soldados también —lo insultaban y vejaban,
sin piedad por su dolor —ni compasión por sus lágrimas,
caso de que las vertiera —y en el relato constara
que hicieron los evangelios —cuando los siglos pasaran.
—Vaya un mesías que eres —que a ti mismo no te salvas!
Y de esta cruda manera —a aquel pobre atormentaban
que les pidió de beber —porque la sed lo aquejaba,
a lo que ellos respondieron —acercándole una caña
en la que ataran un trapo —mojado en vinagre y agua,
al tiempo que le decían —estas burlonas palabras:
puesto que de los judíos —dicen que rey te proclamas
no se comprende ni entiende — que a ti mismo no te salvas.
También había en la cruz —una gran tabla clavada
escrita con letras griegas, — latinas y aramaicas:
Este es Jesús nazareno, —que nuestro rey se proclama.
Y uno de los malhechores —que a su lado colgaba
también se unía a los otros —e igualmente lo injuriaba,
en los términos más crueles —que la maldad le dictaba:
—Si tú eres el Cristo, —a todos los tres salvaras.
Mas el otro malhechor —que a unos pasos colgaba
lo reprendía diciendo: —Mira que un poco te pasas;
¿Es que no temes a Dios, —ni en estas horas amargas
en que estamos los dos —a dos pasos de palmarla?
Nos lo hemos merecido, —la muerte que nos aguarda
porque salimos del tiesto —y ahora las pagamos caras;
pero éste es inocente, —para que muera no hay causa.
Cierra la boca, por tanto, —pues sin razón lo maltratas.
Y volviéndose a Jesús —le dirigió estas palabras:
—Acuérdate de mí, Señor, —allá en el reino do mandas.
Entonces Jesús le dijo: —Créeme, te doy palabra
de que este día mismo —compartirás mi morada.
Cuando era la hora sexta, —nuestras tres aproximadas,
el cielo se oscureció —hasta las seis ya pasadas
y el sol se oscureció, —y no se le vio ya la cara
mientras el velo del templo —por la mitad se rasgaba,
señales de que algo gordo —en el momento pasaba.
En efecto, era Jesús —que a grandes voces clamaba:
Padre, que estás en los cielos —pongo en tus manos mi alma
otros la llaman espíritu, —pero no tiene importancia.
Y dicho lo que antecede, —a Dios entregó su alma
que es lo mismo que decir —que murió de una sentada.
Estaba al pie un centurión —que viendo lo que pasaba
dio gloria a Dios y decía —ha muerto un justo, ¡palabra!
Y toda la multitud —que alrededor se agolpaba
viendo lo acontecido, —se volvían a sus casas
dándose golpes de pecho —y murmurando palabras
que si bien no se entendía —nada de bueno auguraban.
La hemos cagado, decían, —¡buenas horas, mangas largas!
Mas todos sus conocidos —y de mujeres la banda
que desde la Galilea —siguiéndolo lo acompañaban,
se mantenían distantes — mirando lo que pasaba.